LA HEROICA GESTA DE LOS MATÍAS LUPO - Capítulo II

Nicanor Bendito levantó la vista de las hojas que tenía entre sus manos, sorbió lentamente el ardiente carajillo que se estaba tomando y rel...

Nicanor Bendito levantó la vista de las hojas que tenía entre sus manos, sorbió lentamente el ardiente carajillo que se estaba tomando y releyó incrédulo el remite de la carta que acababa de recibir: Santa Cruz de los Andes, Perú…

-Vaya; así que lo consiguió…; el muy cabrón… Al menos él lo consiguió...

Una media sonrisa se dibujó en su oronda cara. Recordaba muy bien lo sucedido aquellos días, si; cómo podía olvidar todo aquello…
Él era teniente de la Guardia Civil en el cuartel de Barbastro. Por aquel entonces y debido a un incidente con un rico hacendado de la zona en una batida de jabalíes, nunca del todo aclarado, no le quedó más remedio que pedir el pase a la reserva; bien podría decir, y no se equivocaría mucho, que “le jubilaron”… por lo menos -pensó satisfecho- ese mamón se llevó un buen recuerdo de mi escopeta en su gordo trasero…

-Veinticinco años de servicio tirados a la basura -pensó-

Si; cómo iba a olvidar todo aquello…
Volvió su vista a la lectura:

Estábamos pues en plena homilía de la misa en honor a nuestro patrón. Yo me agarraba al atril con vehemencia y lo zarandeaba enojadamente; la verdad es que en los discursos a mis feligreses ponía bastante pasión; supongo que esto se lo debo a mis apellidos (la sangre obliga). El atril temblaba sujeto entre mis manos. Hacía tiempo que se hubiera roto si no fuese porque mi tío, Hefesto Lupo, previniendo males mayores, había puesto un muelle en la base del mástil, (el herrero, lo llamábamos, aunque verdaderamente se dedicaba al trabajo de la piedra y la alfarería y tenía el taller en Huesca) y así, con ese chirriante artilugio soldado al hierro, podía “arremeter” contra la parroquia sin temor a romperlo, aunque, bien mirado, con frecuencia me asaltaban dudas respecto a lo poco solemne que resultaba el que me balancease hacia delante y hacia atrás como un tentetieso mientras exhortaba a mis hermanos, nunca mejor dicho, pero dado que a nadie parecía importarle yo tampoco me daba mal sobre esta cuestión…



-¡Tú… hijo de Caín! Gritaba desaforadamente señalando a Leónidas. (Únicamente en la iglesia me atrevía a hablar en ese tono a mi familia. Allí y sólo allí podía hacerlo. Para todos nosotros la institución eclesial era sagrada y digna de toda consideración, siempre y cuando sus dictados no contraviniesen frontalmente las sentencias de nuestro Libro, a cuyo origen le otorgábamos inspiración “casi” divina…)

-¡Tú… hijo de Satán! Mis petrificados hermanos, con los ojos saliéndose de sus órbitas, aguardaban expectantes; la tensión electrizaba el ambiente…

-¿Dónde está tu arrepentimiento? ¡Confiesa ante Dios…!
-¿Cuántas veces tientas la bota y sin pudor alguno escancias en tu boca pecadora el fruto de la uva…?

-¡Sí; Belcebú…! Mira que muestras el camino de la perdición a todos los tuyos… Póstrate de hinojos y grita conmigo: ¡Soy un pecador, sí, soy un gran pecador! ¡Humíllate, arrástrate como hez de perro, canalla! ¿Es que no tienes entrañas, ponzoñoso berraco? Leónidas, hincado de rodillas y moquero en mano, lloraba y balbuceaba a lágrima viva como un desconsolado bebé… Y eso que rondaba los sesenta.

Yo, asumiendo el desquite que se tomarían después, no soltaba presa y apretaba sin piedad alguna…

-¡Y vosotros, perdidos! Gritaba señalando a los demás. Mi saliva airada asperjaba a los presentes. ¡No habéis oído que fue dicho: “si tu ojo te es motivo de escándalo, arráncatelo y arrójalo fuera de ti”!
-¡Pues, más aún! ¡Yo os digo: si vuestra lengua se regocija en la iniquidad de la embriaguez muérdetela y escúpela lejos! (veía a mis “arrugados” hermanos, con los ojos clavados en mí, sacar las puntitas de sus lenguas inconscientemente y morderlas, al tiempo que mis palabras atravesaban sus oídos).

Deliberadamente había ido añadiendo a la perorata cuantas increpaciones se me habían ocurrido, así la alargaba todo lo posible, bien sabía que, nada más terminar la misa, acabaría, lo quisiera o no, en el pantano; pero la cosa ya se extendía más de la cuenta y por desgracia tenía que ir concluyendo, así que, en la cúspide del paroxismo levanté mis brazos al cielo y grité como un poseso: ¡San Pánfilo, sálvanos de todo mal…¡ y allí quedé en un suspenso místico, expuesto el garganchón y blancos mis ojos… El eco de mi alarido se perdía por la inmensidad de la nave. Un atronador silencio enmarcaba los “acojonados” latidos de los presentes…

Por encima de mi cabeza había colocado un crucifijo colgado de una sirga gruesa, (demasiado gruesa… ¿cómo no se dieron cuenta mis hermanos?). Rápidamente lo agarré con ambas manos y con decisión lo bajé con sirga y todo. Mis hermanos, atenazados aún por mis palabras, no sabían lo que estaba haciendo, sus caras reflejaban extrañeza y curiosidad al mismo tiempo, Leónidas se sorbía los mocos y se limpiaba la cara con el pañuelo. Tardaban en reaccionar (contaba con ello) y, desde luego, quería aprovechar bien la aparente ventaja...

Con un repetido movimiento levanté la parte delantera de mi alba y mi casulla, introduje el crucifijo y la sirga por debajo y, presuroso, lo amarré a un artesanal arnés que me había colocado en el pecho. Con nervioso entusiasmo retrocedí tres pasos hasta alcanzar una palanca que había atornillado en el retablo mayor y ocultada a la vista por medio de un florero…

Este año no me tirarían al agua -pensé-. Tenía la firme decisión de escaparme como fuese y les había preparado una sorpresa…

Llevaba meses ideando la manera y al final, no con pocos dolores de cabeza, había conseguido ingeniar un mecanismo mediante el cual, atando la sirga a la campana de la torre y gracias a un sistema de polipastos y poleas, yo, desde el altar, la haría caer siete metros y a mí me haría subir otros tantos hasta alcanzar un pequeño balconcito de madera que se asomaba en un lateral de la capilla mayor, encima de la sacristía. Desde luego, daba por hecho que el tirón sería morrocotudo pero los Matías Lupo nunca nos habíamos achantado previamente ante “hipotéticos” dolores o quebrantos, (recuerdo, por ejemplo, cuando Nerón se empeñó en sacar con la mano de la olla en la que se estaba cociendo un huevo duro, diciendo: ¿va a quemar el agua más que el fuego…? o cuando Diógenes le indicó a César que, desde lo alto del pajar, le lanzase una paca de paja (de cincuenta kilos de peso) a la espalda ya que decía ufano: ¡quita melindres, que la paja no pesa “na”! naturalmente, Nerón acabó con la mano quemada y Diógenes planchado, cara al suelo, contra el fiemo de las vacas) así que, podéis imaginar que con estos antecedentes, no era de extrañar que hubiese despreciado el empellón que me iba a llevar… sea cual fuese el sopetón, lo que pretendía era asegurar a toda costa que alcanzaría el balconcillo y, desde allí, por un pasaje que llevaba a la torre y al tejado, descender luego al pantano mediante una cuerda, que previamente había atado, hasta alcanzar una rudimentaria balsa que había hecho con neumáticos y tablas, para, por fin este año, dejar a mis hermanos compuestos y sin cura que empapar…

Pero… El hombre propone y Dios dispone... Quizás si no me hubiese parado para dar la bendición final, y quizás, si no hubiese dicho lo que dije… Porque, habéis de saber, estimados lectores, que antes de accionar la palanca que me hubiese sacado de ese trance cual san José de Cupertino y ya seguro de mi victoria, les espeté con tono de burla:

”Y ya sin más aspavientos, concluido mi discurso, este cura caradura, les dice a dios con premura y lejos de besar el agua, se elevará a las alturas…”

Vive Dios… Quién me mandaría perder ese tiempo vital para cumplir mi propósito… Mis hermanos, que, aunque cortos de mollera en discurrir de razones, nadie les gana en largueza en cuanto a tretas se trata y poseen un instinto innato para verlas venir, adelantándose las más de las veces a las circunstancias, se dieron cuenta de que algo no marchaba según la costumbre y en seguida comprendieron lo que estaba a punto de suceder: que este año no iba a haber cura que remojar y eso es algo que de ninguna manera iban a permitir si podían evitarlo…

Aún no había accionado la palanca que liberaba la campana ni terminado mi “pareado” final, cuando Esquilo ya avanzaba como un toro embravecido hacia mí gritando a pleno pulmón: “quita tunante, que no volarás y al agua irás…”
En ese momento accioné el mecanismo y casi al instante sentí una brutal opresión en el pecho, al otro extremo de la tensada sirga, la campana, de dos toneladas de peso, iniciaba su imparable caída... Mi hermano Esquilo haciendo gala de unos reflejos ciertamente animales y de no menos temeridad, se lanzó hacia delante dándole tiempo a agarrarse por la cintura de mis pantalones y, unido a mí, inició también su particular vuelo hacia las crucerías de la iglesia.

En mitad de nuestra ascensión noté como mis calzas, a las que mi hermano se asía con desesperada rabia, no resistían por más tiempo el peso extra y en un rápido e impúdico descenso me dejó tal como mi madre me trajo al mundo. Mientras exhibía, sin yo quererlo, la nobleza de mis partes al respetable, Esquilo, al notar que caía, se aferró cual garrapata a mi pierna con su izquierda y a la “otra” con la diestra como si en ello le fuese la vida y desde luego que así era (en ese momento nuestra vertical coincidía sobre las puntiagudas lanzas de la verja que guardaba las reliquias de San Aprepucio…)

- ¡Suéltame loco, que nos matamos! Le gritaba desaforadamente, a lo que mi hermano solo acertaba responder con un lastimero “¡joder, joder, joder!”

La campana acabó su recorrido con un estrepitoso y ensordecedor tañido mientras nosotros, cómo dos peleles voladores, cruzábamos la nave y girábamos sin control por toda la iglesia dirigiéndonos impotentes hacia un Arcángel San Miguel con desenvainada y amenazadora espada que en una hornacina había estado tranquilo y sin ser molestado durante décadas…

¡Joder, joder, joder! Me sumé al aterrorizado quejido de Esquilo mientras veía la hoja del San Miguel acercarse rápidamente justo a mis “agarradas” partes… Tuve tiempo, antes de cerrar resignado mis ojos, de ver al resto de mis hermanos allá abajo corriendo de aquí para allá siguiendo nuestra errática trayectoria, derribando cuanto se cruzase en su camino.
¡Coooño!, grité mientras sentía el helado filo de la “tizona” deslizarse suavemente por mi entrepierna sin que “milagrosamente” ninguno de los dos resultásemos malogrados… Jesús, José y María, suspiré, dando gracias a todos los santos habidos y por haber mientras iniciábamos el segundo “viaje” hacia el otro lado de la iglesia. Y allí, un San Jorge con lanza y a caballo nos esperaba reprobador mientras se abatía inmisericorde sobre el dragón…

-¡Por el amor de Dios Esquilo, suéltame cojones, que nos matamos! Mi hermano parecía soldado a mis “extremidades” y diríase que estaba completamente paralizado, pero cuando al final de nuestro pendular movimiento llegamos a la altura del San Jorge, al muy imbécil no se le ocurrió nada más acertado que “abrazar” con sus piernas el cuello del rollizo equino y por unos trémulos instantes allí nos quedamos cual ristra de morcillas pendientes del techo, hasta que nuestro peso empezó a vencer el equilibrio de la vetusta y pesada talla de escayola y así, santo y caballo, dragón y peana, acabaron estrellándose sobre el pavimento levantando una enorme polvareda… quien nos lo iba a decir: lo que no pudo vencer el dragón en tantos siglos, lo había derrotado el peso y la estupidez de este servidor y el loco de su hermano…

-¡Quita de una vez gilipollas! ¡Que vamos a destrozar la iglesia! Gritaba fuera de mí retorciéndome y sacudiéndome para obligarle a soltarme. Y en mitad del vuelo, noté que flojeaban sus fuerzas y, al fin, se desprendía llevándose mis pantalones en su caída…
Dio una “graciosa” vuelta de campana en el aire y con “inusitada elegancia” salvó las inquietantes lanzas de la reja y fue a caer de espaldas cuan largo era contra la vieja urna donde la mano incorrupta de San Aprepucio esperaba paciente el fin de los siglos…

Ni que decir tiene que urna y mano quedaron destrozadas bajo el peso de los ochenta kilos en canal que “gastaba” Esquilo. Tanto es así, que posteriormente no nos quedó más remedio (para no dar explicaciones al obispado) que sustituir la extremidad del santo por la de un viejo mono disecado que conservábamos en el museo parroquial del pueblo… No creo que nadie se diera cuenta del cambio, al fin y al cabo.

No sin esfuerzo conseguí alcanzar la baranda del balconcillo, y una vez recuperado el resuello, santiguándome, me atreví a mirar hacia abajo…

¡Dios mío! -pensé- ¡Qué barbaridad! Lo que vi parecía sacado de alguna vieja foto de algún bombardeo de guerra.
-¡Santo cielo… el Armagedón! Mis hermanos inmóviles y cubiertos de polvo parecían estatuas de sal después de mirar a Sodoma. Permanecimos en silencio mientras los últimos ecos de la hecatombe empapaban los viejos sillares de los muros. A buen seguro que en los luengos siglos de historia, la atónita iglesia no había sufrido similar desastre… Sólo nuestros parpadeos acompañaban el lento posar del polvo y poco a poco íbamos regresando de la pesadilla que acabábamos de vivir… Y así estábamos, en el filo de la razón, cuando nos percatamos en la entrada de la iglesia de la presencia de dos hombres que permanecían petrificados y mirando incrédulos en derredor el indescriptible espectáculo que acabábamos de organizar.
-Joder –dije entre mí- qué familia…

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