LA HEROICA GESTA DE LOS MATÍAS LUPO - Capítulo V

Una vez que nuestros maltrechos huéspedes se perdieron en la lejanía, pasamos el resto de la mañana recogiendo los destrozos de la iglesia y...

Una vez que nuestros maltrechos huéspedes se perdieron en la lejanía, pasamos el resto de la mañana recogiendo los destrozos de la iglesia y preparando el ternasco de la tarde. Al fin y al cabo estábamos en plena celebración del día de nuestro patrón y tampoco era cuestión de no rendirle honores como merecía, no en vano había estado un año entero enclaustrado en su celdilla. Qué culpa tendría él de nuestras cosas…

Serían las siete de la tarde cuando nos dirigimos hacia la cueva de Cangueloprieto, un conjunto de simas naturales llena de cavidades y pasadizos se hallaba ubicada en la falda de la Albarcacansa y se prolongaba por la misma a través de intrincados túneles y laberintos que “en antes más” habían sido utilizados por los romanos para extraer estaño o sabe Dios qué. Ahora muchos de los mismos estaban inundados y los derrumbes habituales unidos a los gases sulfurosos (pedos del diablo los llamábamos) que de vez en cuando expelían sus traicioneros agujeros hacían una temeridad el hecho de aventurarse por los mismos, pero eso concernía a la gente normal y corriente no a los Matías Lupo. No, a nosotros no nos afectaban esas nimiedades y mucho menos después de ingerir la “ponzoña azul”, un brebaje hecho a base de setas alucinógenas de color azul (de ahí su nombre) que sólo crecían justo debajo de las boñigas de vaca en las noches de luna llena y en ningún otro sitio.
Muchas veces me he preguntado por el poderoso motivo que impulsara a mis antepasados a probar por primera vez semejante hongo, sabiendo sobre todo, dónde surgían…

La luz de la tarde aún teñía el cielo cuando nos encaminamos en silencio por el sendero que conducía a la entrada de la cueva. Mi hermano Leónidas abría la marcha con el incensario y yo la cerraba. Íbamos solemnemente entonando letanías en latín (o algo parecido): “Kyrie eleison, Christe eleison” Todos éramos conscientes de la trascendencia de la consulta y confiábamos plenamente en la sabiduría que el Libro atesoraba. La voz de nuestros ancestros iba a dejarse oír una vez más.

Llegamos hasta la entrada de la sima principal. La enorme boca negra exhalaba su fétido aliento.
-El viejo cabrón ha estado comiendo judías, vaya peste- dijo Leónidas.
Uno a uno fuimos descendiendo hacia la oscuridad y la tarde y sus realidades quedaron atrás.

Mi familia había explorado esos pasadizos a lo largo de los siglos y poseíamos planos detallados de todos los vericuetos y encrucijadas y por lo tanto no corríamos peligro alguno de perdernos. En una oquedad natural del inicio cogimos unas linternas para alumbrarnos e iniciamos el camino. Vueltas y revueltas, subidas y bajadas, ora arrastras como serpientes, ora cual zancudas cigüeñas sobre estalagmitas, hasta que al cabo de una hora llegamos a una estancia natural de generosas proporciones donde, desde lo alto, se filtraba una tenue claridad matizada por una enmarañada vegetación. Arriba se adivinaban diversos agujeros que daban al exterior. En la pared del recinto había una enorme roca circular. Mientras alumbrábamos con nuestras linternas César la empujó sin aparente esfuerzo y detrás apareció, labrada en la pared, una pequeña abertura. Uno a uno fuimos entrando y a gatas bajamos un pequeño desnivel para desembocar en un pequeño habitáculo ovalado labrado en la roca. En el centro del mismo, encima de un tosco altar de granito, descansaba el Arca de pulida madera de ébano que guardaba nuestro más preciado tesoro: El Libro de las Tradiciones y los Ancestros.

Mientras tomábamos asiento en unos tocones del suelo, Nerón encendía un enorme brasero de bronce lleno de leña y betún natural que se hallaba a los pies del altar. Leónidas se había retirado a una estancia contigua para preparar la “ponzoña azul”. Se hizo el silencio, el betún y los leños crepitaban en el brasero, la estancia se llenaba de humo, las sombras bailaban proyectadas en la pétrea pared y lamían la vieja Arca. Sentados en derredor aguardábamos expectantes. Al poco Leónidas apareció vestido completamente de negro. Por las barbas de San Catafalco… ahora ya sabía dónde cojones estaba la sotana nueva que me regalaron en Torreciudad, ya la podía yo buscar, el muy… Mi hermano la vestía, toda abotonada por delante y rajada de arriba abajo por detrás cual mandil de hospital ya que de ninguna manera se la hubiese podido encajar sin romperla.



Portaba entre sus manos un enorme y retorcido cuerno de cabrón negro como el tizón que contenía la pócima. Después de arrearle un sonoro sorbo nos lo pasó a nosotros para que hiciésemos otro tanto y así, lentamente, uno a uno íbamos arrimando el morro al amargo mejunje y bebíamos.
Sentí como si tragase ortigas y, al tiempo que bajaba el mejunje por mi esófago, notaba como un punzante fuego ardía en mi garganta y se extendía por todo mi pecho. Después, nada… Tuve la sensación que mi cuerpo desaparecía, no notaba mis miembros, parecía flotar en un mar vibrante mecido por la tierra, los sonidos se agudizaron y podía oír el estallido de las gotas de agua de las estalactitas sobre el lejano suelo. No había dolor ni temor, solo una maravillosa sensación de gozo infinito y de paz.
Miré el fuego y éste se había transformado en una enorme rosa brillante, sus pétalos se abrían y cerraban rítmicamente y se aferraban codiciosos sobre un sanguinolento corazón palpitante.
-Yo soy el alfa y el omega.
Oía hablar a Leónidas dentro de mi cabeza y lo veía inclinarse sin mover la boca hasta casi tocar con su nariz el Arca de madera. Del corazón brotaba por sus venas y arterias una extraña niebla lechosa que se extendía por todo el suelo de la cueva y rodeaba el Arca. Lentamente unas sarmentosas manos de humo se formaron de la bruma encima de la tapa y a un gesto de Leónidas abrieron el arca y sacaron El Libro. Ingrávido en el aire, se abrió y las hojas empezaron a pasarse movidas por dedos invisibles.

El rostro de mi hermano reflejaba una tensión insostenible, parecía que estuviese escuchando a una legión de seres informes que se acercaban a nosotros susurrando palabras incomprensibles. De vez en cuando pegaba su rostro a la superficie abierta del Libro y rechazaba con su cabeza aquello que leía. Buscaba ansioso esperando recibir señal…
Se agitaba constantemente, miraba alrededor y diríase que discutía con vehemencia. Los ancestros exploraban los múltiples e insondables caminos del devenir.
De repente Leónidas levantó su rostro del libro y aspiró con fuerza. La lechosa niebla se introdujo por sus fosas nasales: había recibido signo. Los blancos ojos de mi hermano parecían que miraban más allá de la roca, a la laguna Estigia. A ese lugar donde nadie ha entrado sin morir. De su garganta salió una cavernosa voz gutural:
-“Siete contra Tebas… Los lobos beberán la sangre de los lagartos y volarán como gaviotas. Los peones pueden matar a Shakespeare. Plus Ultra”.
El caótico movimiento de los elementos se detuvo. El fuego, el humo, la negra oscuridad, todo empezó a girar al unísono en torno a nosotros en una veloz danza armoniosa y nos rodeó separándonos de la realidad y toda su lógica racional. Estábamos fuera, en otro lugar, en otra dimensión. Los portales del tiempo fueron abiertos. Y vimos, ¡todos lo vimos!, el futuro… Ahora sabíamos lo que teníamos que hacer. El libro había hablado…

Nicanor Bendito aspiró una buena bocanada de humo.
-Joder con los Lupo, vaya colocón…
Rememoró el día que los dos altos cargos del ayuntamiento de Huesca llegaron al cuartel hechos unos basiliscos. Serían en torno a las tres de la tarde.
-¡Exigimos ver al máximo responsable! ¡Han intentado matarnos!
Acabábamos de celebrar un almuerzo con el Teniente Coronel de Zaragoza que había venido por la mañana para inaugurar las nuevas instalaciones. Estábamos en el salón de oficiales. Después de tantos años, por fin el cuartel de Barbastro había cambiado de ubicación, se había ampliado, había subido de categoría y pasaba a incrementarse el número de guardias. No obstante, y para mi desgracia, lo que tanto habíamos esperado mis hombres y yo a la postre se había convertido en un amargo cáliz. De Zaragoza el Teniente Coronel se había traído una nueva promoción de imberbes oficiales y a nosotros nos habían dado bien por el culo. Sí, esa era la sensación y no otra. Tantos años, tanta lucha, para nada. Para que venga el hijo de Gorgonio Saputo - el terrateniente con el que luego tendría el “accidente-incidente” de caza - y apenas salido de la academia y después de cursar algunos master de mierda, van y le regalan el puesto que en justicia me pertenecía.
-Pues sí, Nicanor, confiamos en que sabrá entender los motivos por los cuales Romeo Saputo asume la responsabilidad que conlleva el cargo de Capitán del nuevo cuartel. Ya sabe, nuevos tiempos, nuevas estrategias. Ya es hora de que descanse. Sus años de servicio desde luego serán recompensados. Ahora lo que necesitamos son agentes preparados en los nuevos retos europeos y el Capitán Saputo ha demostrado que posee las cualidades y los conocimientos imprescindibles.
-Y una mierda -pensé-. Lo que posee es un padre que ha cedido los terrenos al ayuntamiento. Apretaba los dientes marcialmente. Mis años de guardia civil me habían enseñado a obedecer sin rechistar, con honor y dignidad.
Desde la entrada se oían los gritos de los funcionarios ultrajados. El general frunció el ceño molesto por ser interrumpido.
-¿Qué coño pasa ahí fuera? Vaya a ver qué es ese escándalo.
-A sus órdenes mi Teniente Coronel- respondí.
Me disponía a salir cuando los dos funcionarios entraron como una exhalación en la sala:
-¡Exigimos ver al responsable máximo! ¡Soy concejal del ayuntamiento de Huesca! ¡Queremos denunciar a unos canallas que han intentado matarnos!
El general se adelantó y se presentó:
-Soy el Teniente Coronel Fantomas. Tranquilícense, cuéntennos lo sucedido.
Los funcionarios fueron relatando los hechos y por lo que yo iba oyendo enseguida me di cuenta de que la cosa no pasaba de una broma pesada, tratándose además de la familia de los Matías a quienes yo conocía perfectamente.
-Y después de reducirnos con alevosía intentaron ahogarnos sin piedad alguna en el pantano…
Por mi parte me disponía a mediar en el asunto cuando lo pensé mejor y me callé. No sé exactamente por qué lo hice pero me quedé en silencio. Quizás debería haber intervenido, quizás si hubiese explicado quiénes eran los Lupo y me hubiese ofrecido para acercarme hasta Encinacoja para arreglar el asunto… Tal vez con unas disculpas y una pequeña multa se hubiese solucionado. En vez de esto dejé hacer y aquí fue cuando Romeo Saputo, mi Capitán, la metió hasta el corvejón. La verdad, ni me sorprendió ni me importó. De alguna manera intuía que los Matías Lupo iban a concederme mi pequeño desquite, así que cerré mi boca como un perro y esperé.
No tardó en meter baza, al fin y al cabo estaba en presencia de su superior y de unos altos cargos políticos. No perdió ocasión de demostrar su académica eficacia.
-Con su permiso, mi teniente coronel... Señores, les aseguro que mañana después de la inauguración oficial del acuartelamiento movilizaré a tres números para que se personen en la aldea que señalan y comuniquen a los autores la denuncia de tentativa de homicidio. Tomo esta cuestión como algo personal y les aseguro que no quedará impune, les doy mi palabra- Veía su impoluto uniforme de gala hincharse por momentos, sabía manejarse entre autoridades, eso estaba claro. Les halagaba con una pasmosa naturalidad, pero la verdad es que no tenía ni puñetera idea de dónde se estaba metiendo, pensaba entre mí.
Después de que los funcionarios se hubiesen marchado, movido tal vez por mi mala conciencia, quise informar al capitán Romeo del peculiar carácter de los Matías, más que nada para aconsejarle sobre la manera de abordar el tema con ellos. Incluso tenía intención de ofrecerme para subir yo mismo junto con mi fiel cabo Pancracio a Encinacoja.
-Mi Capitán, conozco a los Lupo. Permítame encargarme de este asunto, creo que podré solucionarlo sin agravar el tema. Los Matías Lupo son una familia muy singular, sería conveniente que una persona con experiencia se encargase de transmitirles la denuncia. Yo…
El Capitán Saputo me interrumpió bruscamente:
-Negativo Teniente, mis hombres se harán cargo, a usted le necesito aquí. Tiene que acompañar al teniente coronel a Zaragoza.
-Pero mi Capitán sus hombres no conocen a…
-¡No discuta mis órdenes Teniente! ¿Tengo que recordarle que usted ya no está al mando?
No dije más, como diría mi viejo compañero Agamenón Matías: “Que cada santo aguante su vela y algunos su cirio”.
Don Romeo iba a encontrar a su Julieta...
Mientras me lavaba las manos en el baño me vino a la mente Pilatos lavándose las manos en la palangana y entregando a Jesús a los judíos. Pensé en el Capitán Saputo.
-¿Ecce Homo? No, desde luego que no. ¡Ecce imbécil!

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