Calabazas
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Etiquetas: El Imparcial
Era un hombre atractivo de cuarenta y dos años, cuando se aproximaba a una chica de su agrado, su mirada y sus gestos ansiosos lo delataban. Poseía una amplia sonrisa, carente de maldad y un sentido fino del humor, siempre listo para cualquier batalla de conquista. Lo conocí en una de esas reuniones que se organizan para ligar, aunque se suponía que era para practicar inglés. Fue Nancy la que me llevó. Ella estaba divorciada, y una vez más había entreabierto sus puertas al amor. Yo tan sólo fui de alcahueta.
Era como un juego más de adolescentes, uno se va dejando seducir por esos ambientes propicios al deseo. Algunos chicos se nos acercaban y nos hacían conversación, nosotras también merodeábamos y sonriamos, buscábamos miradas para provocar un encuentro cualquiera. Unos eran graciosos, otros disimulaban su nerviosismo a fuerza de sonrisas, otros más sueltos de huesos nos hacían reír mientras que otros estaban ahí en un rincón esperando que alguien les tocara con una mirada angelical para alejarse de ese precario rincón que es la soledad.
François se me acerca con uno de esos chistes torpes que lo hacen parecer un niño grande y frágil. Simpatizamos inmediatamente. Con unos cuantos gestos me da a conocer la parte más visible de su carácter, ríe y habla mientras cuenta anécdotas de su alborotada vida. La hora avanza, pronto tendré que volver a casa, ya que al día siguiente volveré a trabajar, aun así, me dan ganas de seguir atada a las perfumadas palabras de François.
Nancy no dejaba de revolotear a mi alrededor, con cara de "no he tenido suerte", en fin, nunca he sabido si existe la suerte pero hay momentos en la vida que una serie de circunstancias coinciden, ésta da un giro y todo tu tranquilo mundo se mueve y lo único que tienes que hacer es acercarte esconder tus miedos, coger fuerza, respirar profundamente y enfrentar ese nuevo rumbo. Por eso cuando me despedí de François le dejé mi número de teléfono.
Llamó para invitarme a cenar, acepté inmediatamente, luego sentí un leve remordimiento por mi novio, pero era la primera vez que otro hombre me gustaba tanto, además la atracción hacia lo desconocido es uno de los principios elementales de la seducción. La noche fue memorable, no dejo de hablar, con la soltura propia de un dulce embaucador, su poder de seducción iba acelerándose con cada alegre frase. Sin darme cuenta me iba embarcando en su vida. Me habló de ex-mujer judía cuando vivía en Nueva York, su mirada estaba cargada de admiración por su amplia cultura y sensibilidad, luego sus ojos se ensombrecieron cuando añadió que su desinterés por el sexo había abierto distancias, por eso se separó y dejó Nueva York, luego decidió volver a su París natal.
Se ganaba la vida como traductor, nunca tenía dinero, cuando terminaba de traducir una novela, le daban un cheque y no dudaba en gastarlo con la primera chica que conociese. Le gustaban todas y si eran jóvenes y extranjeras mucho más. Antes que yo, existió una negra brasileña, también una china, otra sudamericana, y ahora yo, la peruana. François era un hombre interesante y sensible, aunque era incapaz de saber lo que buscaba en una mujer. Para él, las mujeres eran esos paisajes exóticos que subían su temperatura sin previo aviso, sólo que a veces las diferencias abrían brechas infranqueables. Y, una vez rota la ilusión y cicatrizada la pena, volvía con más fuerza en busca de una nueva, con las mismas ganas y dispuesto a encontrar nuevamente a la mujer de su vida.
Estaba tan emocionado que no cesaba de llenar mi copa, hablaba a borbotones y bebía con la misma emoción de un niño con juguete nuevo, agotando todas las posibilidades que éste le brindaba, eso lo animaba para construir planes para las próximas semanas, y, soltaba su risa atolondrada cada vez que reanudaba la historia de su vida. Fue así como me enteré de que había estudiado filosofía en la Sorbona, y de cómo había llegado a Nueva York, y de como se inició en la labor de traductor. Traducía todo lo que le pedían, a veces traducía novelas porno, lo contaba riendo como si se tratara de una travesura. Un mundo para mi misterioso y lejano. La velada había transcurrido sin darme cuenta y pronto tendría que marcharme a casa. Cuando me despedí, prometió llamarme para volver a cenar. La próxima serán mariscos, insistió.
Había pasado una velada estupenda, en un mundo pintoresco y desconocido. En realidad no había abierto la boca, François sabía que se bastaba a si mismo para embaucar a cualquier alma ingenua.
Volvió a llamar y no pude resistir la dulce tentación de volverlo a ver. Sólo que está vez había algo en su mirada que exigía más que mis sonrisas y mi atenta complacencia. Había llegado el momento de decidirse, el deseo desbordaba por sus ojos. Yo en cambio, me sentía como al inicio de una borrachera, François me llevaba por paisajes divinos hasta hacerme olvidar el dinero que debía enviar todos los meses a mi madre, esos días interminables limpiando casas, esa nostalgia callada que habita tu alma cuando no eres del lugar y ni siquiera el idioma es el mismo para expresar tus emociones.
François hablaba con emoción, no dejaba de decir a donde me llevaría mañana y luego pasado mañana. Los restaurantes desfilaban y nombraba todos los platos de la exquisita comida francesa que yo debía conocer y cuando trataba de abrir la boca para responder, ponía su mano tibia encima de la mía y seguía recitando la guía del gourmet.
Una música interior me azotó como una cachetada y en ese instante abrí los ojos, liberé mi mano y sin pensarlo abrí la boca mientras tapé fuertemente sus labios con mis dedos:
- No podemos continuar. Tengo compromisos.
François promete ayudarme en todo y bla, bla, bla. Me levanto de la mesa de un sopetón, cojo mi bolso y con la mente ofuscada me dirijo hacía la puerta. Se acerca la media noche y pronto mi carruaje volverá a convertirse una vez más en una calabaza.
María Germana, En Madrid a 24 de enero de 2008
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Era un hombre atractivo de cuarenta y dos años, cuando se aproximaba a una chica de su agrado, su mirada y sus gestos ansiosos lo delataban. Poseía una amplia sonrisa, carente de maldad y un sentido fino del humor, siempre listo para cualquier batalla de conquista. Lo conocí en una de esas reuniones que se organizan para ligar, aunque se suponía que era para practicar inglés. Fue Nancy la que me llevó. Ella estaba divorciada, y una vez más había entreabierto sus puertas al amor. Yo tan sólo fui de alcahueta.
Era como un juego más de adolescentes, uno se va dejando seducir por esos ambientes propicios al deseo. Algunos chicos se nos acercaban y nos hacían conversación, nosotras también merodeábamos y sonriamos, buscábamos miradas para provocar un encuentro cualquiera. Unos eran graciosos, otros disimulaban su nerviosismo a fuerza de sonrisas, otros más sueltos de huesos nos hacían reír mientras que otros estaban ahí en un rincón esperando que alguien les tocara con una mirada angelical para alejarse de ese precario rincón que es la soledad.
François se me acerca con uno de esos chistes torpes que lo hacen parecer un niño grande y frágil. Simpatizamos inmediatamente. Con unos cuantos gestos me da a conocer la parte más visible de su carácter, ríe y habla mientras cuenta anécdotas de su alborotada vida. La hora avanza, pronto tendré que volver a casa, ya que al día siguiente volveré a trabajar, aun así, me dan ganas de seguir atada a las perfumadas palabras de François.
Nancy no dejaba de revolotear a mi alrededor, con cara de "no he tenido suerte", en fin, nunca he sabido si existe la suerte pero hay momentos en la vida que una serie de circunstancias coinciden, ésta da un giro y todo tu tranquilo mundo se mueve y lo único que tienes que hacer es acercarte esconder tus miedos, coger fuerza, respirar profundamente y enfrentar ese nuevo rumbo. Por eso cuando me despedí de François le dejé mi número de teléfono.
Llamó para invitarme a cenar, acepté inmediatamente, luego sentí un leve remordimiento por mi novio, pero era la primera vez que otro hombre me gustaba tanto, además la atracción hacia lo desconocido es uno de los principios elementales de la seducción. La noche fue memorable, no dejo de hablar, con la soltura propia de un dulce embaucador, su poder de seducción iba acelerándose con cada alegre frase. Sin darme cuenta me iba embarcando en su vida. Me habló de ex-mujer judía cuando vivía en Nueva York, su mirada estaba cargada de admiración por su amplia cultura y sensibilidad, luego sus ojos se ensombrecieron cuando añadió que su desinterés por el sexo había abierto distancias, por eso se separó y dejó Nueva York, luego decidió volver a su París natal.
Se ganaba la vida como traductor, nunca tenía dinero, cuando terminaba de traducir una novela, le daban un cheque y no dudaba en gastarlo con la primera chica que conociese. Le gustaban todas y si eran jóvenes y extranjeras mucho más. Antes que yo, existió una negra brasileña, también una china, otra sudamericana, y ahora yo, la peruana. François era un hombre interesante y sensible, aunque era incapaz de saber lo que buscaba en una mujer. Para él, las mujeres eran esos paisajes exóticos que subían su temperatura sin previo aviso, sólo que a veces las diferencias abrían brechas infranqueables. Y, una vez rota la ilusión y cicatrizada la pena, volvía con más fuerza en busca de una nueva, con las mismas ganas y dispuesto a encontrar nuevamente a la mujer de su vida.
Estaba tan emocionado que no cesaba de llenar mi copa, hablaba a borbotones y bebía con la misma emoción de un niño con juguete nuevo, agotando todas las posibilidades que éste le brindaba, eso lo animaba para construir planes para las próximas semanas, y, soltaba su risa atolondrada cada vez que reanudaba la historia de su vida. Fue así como me enteré de que había estudiado filosofía en la Sorbona, y de cómo había llegado a Nueva York, y de como se inició en la labor de traductor. Traducía todo lo que le pedían, a veces traducía novelas porno, lo contaba riendo como si se tratara de una travesura. Un mundo para mi misterioso y lejano. La velada había transcurrido sin darme cuenta y pronto tendría que marcharme a casa. Cuando me despedí, prometió llamarme para volver a cenar. La próxima serán mariscos, insistió.
Había pasado una velada estupenda, en un mundo pintoresco y desconocido. En realidad no había abierto la boca, François sabía que se bastaba a si mismo para embaucar a cualquier alma ingenua.
Volvió a llamar y no pude resistir la dulce tentación de volverlo a ver. Sólo que está vez había algo en su mirada que exigía más que mis sonrisas y mi atenta complacencia. Había llegado el momento de decidirse, el deseo desbordaba por sus ojos. Yo en cambio, me sentía como al inicio de una borrachera, François me llevaba por paisajes divinos hasta hacerme olvidar el dinero que debía enviar todos los meses a mi madre, esos días interminables limpiando casas, esa nostalgia callada que habita tu alma cuando no eres del lugar y ni siquiera el idioma es el mismo para expresar tus emociones.
François hablaba con emoción, no dejaba de decir a donde me llevaría mañana y luego pasado mañana. Los restaurantes desfilaban y nombraba todos los platos de la exquisita comida francesa que yo debía conocer y cuando trataba de abrir la boca para responder, ponía su mano tibia encima de la mía y seguía recitando la guía del gourmet.
Una música interior me azotó como una cachetada y en ese instante abrí los ojos, liberé mi mano y sin pensarlo abrí la boca mientras tapé fuertemente sus labios con mis dedos:
- No podemos continuar. Tengo compromisos.
François promete ayudarme en todo y bla, bla, bla. Me levanto de la mesa de un sopetón, cojo mi bolso y con la mente ofuscada me dirijo hacía la puerta. Se acerca la media noche y pronto mi carruaje volverá a convertirse una vez más en una calabaza.
María Germana, En Madrid a 24 de enero de 2008
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