LA HEROICA GESTA DE LOS MATÍAS LUPO - Capítulo I

Pasados los hechos y sosegado el ánimo, quiero dejar por escrito la verdadera historia de lo que sucedió en mi pueblo, allá por los ochenta...

Pasados los hechos y sosegado el ánimo, quiero dejar por escrito la verdadera historia de lo que sucedió en mi pueblo, allá por los ochenta… Me llamo, Agamenón Matías Lupo y soy el menor de los siete hermanos, nacidos en Encinacoja del Río. Escribo estas letras desde Santa Cruz de los Andes (Perú) donde fui a parar para ejercer mi profesión de sacerdote, después de no pocas vicisitudes que sin más tardanza paso a relatar…

Corría el año 1982 cuando la primavera amanecía por la Albarcacansa, que así se llama, o la llaman, que para el caso es lo mismo, la sierra de mi pueblo. Encinacoja se desperezaba y despertaba a la vida después de un duro y frío invierno. De las agrestes cumbres de la sierra bajaban las aguas del río Ascaso.

Encinacoja ocupa la cabecera del valle de Troncales en la provincia de Huesca, y depende administrativamente de Barbastro.

El río, después de acariciar las casas del pueblo y antes de desembocar en el Aragón, se remansa en un pequeño embalse artificial, contiguo a la parte amurallada de la iglesia, construido por el gobernador civil después de la guerra y que los habitantes de la zona lo llamamos, no sin cierta chanza, “el mar a-rojo” ya que todos los años, en las fiestas patronales, los vecinos del lugar, tenían por arraigada costumbre el arrojar al cura nada más terminar la misa en honor a San Pánfilo, nuestro patrón… Ah, se me olvidaba, ni que decir tiene que la mayoría de las veces el que volaba por los aires al “mar a-rojo” con sotana y todo, era yo…
Llegado a este punto se hace imprescindible comentar que los únicos vecinos de Encinacoja en esas fechas éramos nosotros, los siete hermanos; mis padres, Calpurnio y Lorenza hacia ya algunos años que habían muerto y el resto de los vecinos tiempo atrás que, o bien habían emigrado o mal, hacían compañía a mis padres.
Sólo quedábamos en el pueblo nosotros, inasequibles a la decadencia y haciendo gala del carácter que, desde tiempo inmemorial había caracterizado a los Matías Lupo, a saber: la más rotunda y exacerbada tozudez, amén de una cerrazón de sesera extrema…
Si; he de decirlo, nuestra tozudez y cerrazón no tenía parangón en toda la comarca, y nuestra reputación era conocida, no sin cierto orgullo por nuestra parte, desde tiempo atrás, ya que nuestra familia había habitado estos parajes desde la época de Carlos I, al menos, (así se expresaba mi abuelo Jeremías siempre que relataba los pormenores de nuestro “rancio abolengo”). No obstante, al tiempo que poseíamos esta singular “cualidad” también nos asistía un sincero afán por la cultura y constantemente buscábamos ampliar nuestro saber y conocimientos, y digo bien, afán y constancia, ya que, en lo concerniente a resultados, la verdad es que poco o nada nos aprovechaba, pero bueno, sea como fuere, no era raro encontrarnos, cuando las faenas del campo y del ganado nos lo permitían, hojeando algún libro, rebuscando entre las ruinas de la vieja torre de vigilancia, construida en alguna fecha remota por algún olvidado noble temeroso del turco, o inventando algún artilugio pirotécnico para mayor satisfacción de los chiquillos y temor de sus padres… pero esto, ¡ay!, sucedía cuando todavía había vecinos entre nosotros, ahora, las calles parecían avenidas del Camposanto y sólo los graznidos de los cuervos venían a romper el silencio que, como una enfermedad, se había adueñado de Encinacoja del Río…



Estábamos pues, en plena celebración de la misa mayor en honor a San Pánfilo, yo, como cura celebrante, y mis hermanos, Leónidas, Arquímedes, Diógenes, Nerón, Cesar y Esquilo… sobre los nombres de mis hermanos creo que debo dar una explicación tal y como me la dieron a mi… mis padres como buenos amantes de las historias de Grecia y Roma, tuvieron a bien el bautizarnos a todos con denominaciones de personajes de tales días y a fe que lo hicieron, por más que mi abuelo Jeremías se opuso, ya que, si por él hubiese sido, nuestros nombres hubieran salido todos de la lista de los profetas del antiguo testamento. Al final, dada la irreductible tozudez de mi familia, todo se decidió como decidíamos en estos casos de confrontación extrema entre miembros familiares: consultando el Libro de Las Tradiciones y los Ancestros, libro que, desde tiempo inmemorial, custodiaba el primogénito de cada generación y que cada año iba ampliando con todo tipo de informaciones, disparates y desvaríos, que a lo largo de la vida se iban acumulando sin orden ni concierto en “cienes y cienes” de páginas que con primor reverencial añadíamos cada Pentecostés…

Enfrentados así mi abuelo y mis padres sobre la manera de llamarnos, si con la lista de los profetas o con la de los héroes clásicos, procedieron a trabar singular combate para tener acceso a la consulta del Libro, tal y como se tenía previsto. El dicho duelo consistía en colocarse uno frente a otro en los extremos de un prado cóncavo “neutral” y, cubiertas la seseras con sacos de arpillera, iniciar una loca carrera hasta chocar ambos con las cabezas a modo de rebeco en celo, tantas veces como la tozudez de uno o de otro se empeñase en no ceder, lo que en este caso, la verdad, era bastante…Y así fue como mi padre, después de seis topetazos y dejando a mi abuelo bastante molido, consiguió el privilegio de consultar el libro, donde no tardó en encontrar, por su puesto, la referencia exacta, que vino a darle la razón en lo tocante a la manera de llamarnos. Y así, después de consultar el Libro en la cueva de Cangueloprieto, que es donde, a la sazón lo guardábamos, salió diciendo: “Teme a la ira venidera” ya que ésta era, según él, la reseña que, no se sabe como, había confirmado sus pretensiones… ¿y qué tiene que ver esta cita, os preguntaréis, con el hecho de escoger nombres clásicos para nosotros? La verdad es que nadie lo sabe, pero quizás, conociendo que para la consulta del Libro, había que ingerir unas cuantas setas alucinógenas, tal como se especificaba en el ritual, es posible que se entienda entonces que mi padre vio confirmadas sus aspiraciones con toda autoridad. Así, hincado de hinojos y con los brazos en alto, bramó con tonante voz: ¡La griega, será la griega! ¡Y no se hable más! Y estaba hecho… pues cuando alguien de mi familia utilizaba esta expresión como término a cualquier resolución, nada en el mundo podía hacerle cambiar de opinión. Esto lo sabíamos muy bien, así que mi abuelo no tuvo más remedio que renunciar a sus deseos y aceptar la victoria de su hijo, no obstante, desde ese momento, y quizás como desquite, tuvo por costumbre el “bautizar” a todas las ovejas que le nacían con nombres hebreos hasta tal punto que cuando iba a sacarlas a pastar decía: -voy a sacar a mi pueblo de Egipto… lo llevo a los pastos prometidos- ante esto mi padre nunca manifestó la más mínima oposición, porque, eso sí, en lo tocante a la libertad personal de cada uno, siempre fuimos extremadamente respetuosos, incluso teníamos una sentencia sacada, como no, de nuestro reverenciado Libro: ¡Que cada perro se lama su cipote; al fin y al cabo, todos semos creaturas de Dios! (a saber cuantas setas había ingerido este antepasado nuestro para llegar a semejante conclusión…)
Y así se arreglaban las discrepancias de la familia, entre trompazos de testas e ingesta de setas, y por su puesto, como juez final e inapelable, la consulta del venerado Libro de Las Tradiciones y los Ancestros.

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  1. jajaja y tanto ke muy bueno!!!

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